María

Foto : Pedro González

Un relato parisino

Por Pedro González

María se emociona mientras canta. En un bar mexicano de la calle Oberkampf, en la noche latina, se anima a inscribirse en una larga lista que incluye clásicos de todas las épocas.

Ella tiene mejor voz de lo que cree y logra algo que para ella es impensable: todo el bar cantando a coro “cuánto daría por gritarles nuestro amor…”, y ella dirigiendo como una directora de orquesta a una congregación de voces que grita “pero es que en realidad no aceptan nuestro amor”.

Después de recibir una enorme ovación, María siente júbilo, esa es la sensación tras tantas pellejerías como le dice su madre por teléfono, del temor que siente que su pequeño retoño colombiano se encuentre lejos de casa.

María viene de Cali y vive en una pequeña chambre de bonne en París, en el XX, y vaya que le ha costado esta ciudad, entre sus problemas para renovar su visa de seis meses y su novio francés, motivo principal por el que decidió instalarse, después de haberlo conocido dando clases de salsa en Bogotá, y que hace unos meses la dejó completamente en el abandono el muy hijo de puta, pobrecita ella, que deambuló llorando y yendo a casas de amigos mientras se buscaba un lugar donde vivir.

Su sueño es ser bailarina y para aumentar los ingresos, a veces intenta hacer coreografías a lo Pina, como dice ella, al lado de edificios monumentales como el Palacio del Louvre o el Palais Royal.

Hay días en los que se sube al techo de su edificio y descubre que no está nada mal ese lago de zinc con la Torre Eiffel muy lejos, vista desde ese Belleville que baja por Pyrenées, esa dama que se deja ver incluso en los días con neblina, o uno de esos días con nieve en las mañanas, donde María se asoma como abriendo la puerta de un iglú, viendo una planicie de techos blancos.

Se siente intimidada cuando camina por el boulevard de la Villette, mientras deambula entre feriantes que tienen sus puestos de verduras, o el pescadero guapo que le habla con su acento francés magrebí.

Esta noche, María prepara una cena en un su pequeño estudio. Invitará por primera vez a Inés, una española a la que conoció en un curso de francés y a Cyril, un amigo francés, a quien María conoció en un taller de tango.

Todo sale muy bien esa noche. María prepara unas ricas ensaladas, Inés trae un buen vino de la Rioja  y María enseña algunos pasos de salsa, mientras ocupan todo el espacio de su pequeña habitación.

Después de su canto en el karaoke, pareciera sentir que puede ser ella sin necesidad de barreras idiomáticas o diferencias de idiosincracia.

Inés tiene que irse y Cyril decide quedarse un poco más. María siente que Cyril es tímido, lo mira unos segundos y advierte que quizás no está completamente cómodo.

María lo invita a montar y caminar por el techo. Abren la escotilla y se preparan una copa de vino. En silencio, observan la vista. La Torre Eiffel se ve a lo lejos iluminada.

Cyril acaricia a María por la espalda y María apoya su cabeza en el hombro de Cyril. Se quedan en silencio unos segundos.

María no sabe mucho de Cyril y le pregunta acerca de su vida, de si tiene alguna novia.

Cyril le dice que está saliendo con una chica pero que no está seguro de continuar. María siente una pequeña tristeza y siente que esta noche no sería capaz de ir más allá, aunque lo quisiera.

Deciden salir a caminar.

Se toman unas cervezas en El Zorba y acaban bailando en el antro al lado de los baños.

Cyril la acompaña hasta la puerta de su edificio. A María le encantan esos gestos de caballerosidad, pero esta vez decide entrar sola.

Al llegar a su habitación, se tira a la cama con una sensación de alivio. Después de hacer cantar a una multitud, María siente que es capaz de todo, incluso decir que no.

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